Por Lilibeth Alfonso Martínez
Me he levantado con la idea de coger un mal vicio, de esos que la gente desaprueba y comenta quizás por envidia, por recelo, porque no puede hacerlo él mismo, porque la mujer no quiere, es una pérdida de tiempo y alimentarlo lleva a bancarrotas.
No creo que me dé por el cigarro, aunque muchos de los buenos lo usaron para perderse en sus humos felices entre el invento y la crónica, el trabajo serio o de risa, digo el Virgilio, Sigmund Freud, los periodistas con su cabito a cuestas mientras luchan con las palabras para que sean precisas o no sean, o para deshilachar tonterías y hacerlas bocanadas, a ver si así se las lleva el viento.
Tampoco el alcohol, aunque confieso que a veces elogio la lucidez de los borrachos que prefieren desprenderse de la realidad y no sufrirla. En la botella, el vaso o el pomito, el interruptor que los mantiene en tierra o los “sopla” a la luna, al resto de los astros. Yo no puedo hacerlo, aunque a veces quisiera. Abandonar el piso no es una buena opción, dice mi abuela, porque cuando regresas las cosas, como el Dinosaurio del cuento mínimo, ya estaban allí y seguirán estando mientras la gente prefiera seguir de largo, o no verlas, o hacer que no las vieron, porque en este mundo con personas tan pulcras hay de todo.
Porque la gente que prefiere estar lúcida, en su acepción de cuerpo con sangre limpia de sustancias alucinógenas, de espantos o euforias, y no con la correcta derivada del latín lucĭdus, adjetivo para la claridad en el razonamiento, en las expresiones y el estilo, embarrarse también es un mal vicio.
No importa que el sucio venga de compartir la vida, de la tierra y no del salón, del esfuerzo y no de la pose, y cambiarla o tratar de hacerlo a cuenta de tiempo personal, del disfrute de las cosas buenas y la bobería que tan rica es si se sabe compartir con el socio correcto.
Tampoco si corresponde al buen hacer, esa mezcla de sudores y grajos con que a veces se nos presenta el hombre del campo, el del taller, el que crea mientras otros piensan, organizan, investigan, enseñan, ordenan…, pero eso es ya otra historia.
Coger lucha, para esos señores de salud inquebrantable en su aburrimiento, es quizás el peor de los vicios, el menos elegante, porque quién ha visto que una golondrina componga verano, o invierno, porque de calores estivales estamos bien pertrechados en esta isla.
Otros son más conciliadores, dialécticos dirían, y lo emparentan con el café, un vicio que despierta y anima pero que se puede dejar a tiempo y retomar sin demasiadas consecuencias, cuando la cosa aprieta en la casa o no han llegado los paqueticos a la bodega.
La cosa, me explican, es meterse en las cosas pero no tanto, algo así como el cuento de la gata María Ramos, que tiraba la piedra y escondía la mano, guardándose la garra, digo, para adicciones más cómodas, a buen resguardo de trotes que quiten demasiado el aliento.
De lo contrario, te metes en candela y ese, ese sí, es el señor de los vicios, la consecuencia de tanto involucramiento, porque a quién le importa si las cosas andan al garete si no te afecta el bolsillo, o las consecuencias no te tocan, que hablen los otros, que grite el que le duele, dicen éstos.
Están convencidos de que nada puede cambiar uno por mucho “coco” que ponga el asunto, deje de dormir o se atormente porque, a fin de cuentas, la mayoría no nos incumben, dependen de otros que nadie conoce, los de arriba, la nación, el mercado internacional, los pagos contractuales, una tercera persona que, en este caso, supera a la primera, a uno mismo.
Para ellos, la solución siempre anda en Plutón, en otra galaxia donde todavía no podemos llegar, ni siquiera fotografiar con el Hubble. Nada de idear en cabeza propia alguna alternativa. “Qué va, demasiados líos”, ah, porque en estos señores late el temor que a la sola mención de una salida le endilguen dirigirla, “Mucho trabajo, mejor ni hablar”.
No importa que el problema sea de todos, y alguna vez su vena crítica hasta se lamentara, increpando sin tibieza a cuanto dios conoce y hasta al desconocido, a la manera de los griegos, porque “nadie lo resuelve, y todos lo ven”, empezando por él mismo.
Miran, por supuesto, mal a los “comecandela”, a los que están en todas, a los mataos, a los creyentes –en el dios de uno mismo, por supuesto-, al soldado que vive brindándose, al “atravesao”, al que se tira en río crecido, al profesional del nado a contracorriente.
Por suerte, esos viciosos incorregibles no faltan. Andan por ahí, lúcidos, ahora sí según la Real Academia de la Lengua Española, y contagiosos.
Me he levantado con la idea de coger un mal vicio, de esos que la gente desaprueba y comenta quizás por envidia, por recelo, porque no puede hacerlo él mismo, porque la mujer no quiere, es una pérdida de tiempo y alimentarlo lleva a bancarrotas.
No creo que me dé por el cigarro, aunque muchos de los buenos lo usaron para perderse en sus humos felices entre el invento y la crónica, el trabajo serio o de risa, digo el Virgilio, Sigmund Freud, los periodistas con su cabito a cuestas mientras luchan con las palabras para que sean precisas o no sean, o para deshilachar tonterías y hacerlas bocanadas, a ver si así se las lleva el viento.
Tampoco el alcohol, aunque confieso que a veces elogio la lucidez de los borrachos que prefieren desprenderse de la realidad y no sufrirla. En la botella, el vaso o el pomito, el interruptor que los mantiene en tierra o los “sopla” a la luna, al resto de los astros. Yo no puedo hacerlo, aunque a veces quisiera. Abandonar el piso no es una buena opción, dice mi abuela, porque cuando regresas las cosas, como el Dinosaurio del cuento mínimo, ya estaban allí y seguirán estando mientras la gente prefiera seguir de largo, o no verlas, o hacer que no las vieron, porque en este mundo con personas tan pulcras hay de todo.
Porque la gente que prefiere estar lúcida, en su acepción de cuerpo con sangre limpia de sustancias alucinógenas, de espantos o euforias, y no con la correcta derivada del latín lucĭdus, adjetivo para la claridad en el razonamiento, en las expresiones y el estilo, embarrarse también es un mal vicio.
No importa que el sucio venga de compartir la vida, de la tierra y no del salón, del esfuerzo y no de la pose, y cambiarla o tratar de hacerlo a cuenta de tiempo personal, del disfrute de las cosas buenas y la bobería que tan rica es si se sabe compartir con el socio correcto.
Tampoco si corresponde al buen hacer, esa mezcla de sudores y grajos con que a veces se nos presenta el hombre del campo, el del taller, el que crea mientras otros piensan, organizan, investigan, enseñan, ordenan…, pero eso es ya otra historia.
Coger lucha, para esos señores de salud inquebrantable en su aburrimiento, es quizás el peor de los vicios, el menos elegante, porque quién ha visto que una golondrina componga verano, o invierno, porque de calores estivales estamos bien pertrechados en esta isla.
Otros son más conciliadores, dialécticos dirían, y lo emparentan con el café, un vicio que despierta y anima pero que se puede dejar a tiempo y retomar sin demasiadas consecuencias, cuando la cosa aprieta en la casa o no han llegado los paqueticos a la bodega.
La cosa, me explican, es meterse en las cosas pero no tanto, algo así como el cuento de la gata María Ramos, que tiraba la piedra y escondía la mano, guardándose la garra, digo, para adicciones más cómodas, a buen resguardo de trotes que quiten demasiado el aliento.
De lo contrario, te metes en candela y ese, ese sí, es el señor de los vicios, la consecuencia de tanto involucramiento, porque a quién le importa si las cosas andan al garete si no te afecta el bolsillo, o las consecuencias no te tocan, que hablen los otros, que grite el que le duele, dicen éstos.
Están convencidos de que nada puede cambiar uno por mucho “coco” que ponga el asunto, deje de dormir o se atormente porque, a fin de cuentas, la mayoría no nos incumben, dependen de otros que nadie conoce, los de arriba, la nación, el mercado internacional, los pagos contractuales, una tercera persona que, en este caso, supera a la primera, a uno mismo.
Para ellos, la solución siempre anda en Plutón, en otra galaxia donde todavía no podemos llegar, ni siquiera fotografiar con el Hubble. Nada de idear en cabeza propia alguna alternativa. “Qué va, demasiados líos”, ah, porque en estos señores late el temor que a la sola mención de una salida le endilguen dirigirla, “Mucho trabajo, mejor ni hablar”.
No importa que el problema sea de todos, y alguna vez su vena crítica hasta se lamentara, increpando sin tibieza a cuanto dios conoce y hasta al desconocido, a la manera de los griegos, porque “nadie lo resuelve, y todos lo ven”, empezando por él mismo.
Miran, por supuesto, mal a los “comecandela”, a los que están en todas, a los mataos, a los creyentes –en el dios de uno mismo, por supuesto-, al soldado que vive brindándose, al “atravesao”, al que se tira en río crecido, al profesional del nado a contracorriente.
Por suerte, esos viciosos incorregibles no faltan. Andan por ahí, lúcidos, ahora sí según la Real Academia de la Lengua Española, y contagiosos.
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