Por Yunior García Ginarte
La suerte de viajar en el transporte público permite vivir los destinos de otras personas. Este domingo me llegué hasta Contramaestre y en el recorrido tuve la oportunidad de apreciar un desafuero amoroso.
Una niña de apenas ocho años desborda la emoción desde que salimos de Bayamo. Sus ojos brillaban y su sonrisa se perdía en el horizonte de la felicidad. Imaginaba el fuerte abrazo la caricia, los mimos y sobre todo el calor del cariño.
La pequeña, no averigüé su nombre, inquieta de alegría, vivía su mundo de ternura alimentado por su abuela en una conversación que el ruido del camión no me permitió escuchar.
De pronto divisó la presencia del abuelo y no paraba de decir míralo, míralo… y se reía sin parar. Allí terminó ella su viaje y estuve atento al encuentro que terminó Happy End: una fuerte carrera, un largo abrazo y la pequeña tendida en el hombro.
Continué el viaje con mi pequeño Juan Pablo el que dormía sobre mis piernas, mientras yo pensaba en el amor desmedido de los que se quedaron. ¿De donde proviene esa pasión? ¿Por qué el desosiego de la criatura? ¿Cuanto tiempo sin verse? ¿Cuál es la razón de tanta pasión? ¿Es enfermiza esta relación?
Tantas preguntas me hacía la conciencia que no alcancé responder ninguna. Ya las 10:00 AM me sorprendió mi destino. Juan Pablo despierto corrió al encuentro de sus abuelos, de su perro y su breve historia en la tierra, donde aprendió a correr.
Sonrió y corrió, pues allí lo sabía hacer muy bien, bailó su trompo y estuvo horas jugando con Apolo, el perro que dejó luego de cambiar de residencia.
Ahora mientras escribo estas líneas seguro duerme en mi cama de infancia, acalorado con la caricias de su abuela y su abuelo, mis padres, para quien cada la vocación de amor no termina.
En ellos, cada palabra del niño es producto de alegría, cada gesto se vuelve un motivo de cariño. Pasadas las horas y los días tengo un solo convencimiento: las caricias del recuerdo las llevaremos hasta en el más pesado de los viajes.
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